Educacion

Taller Literario Nuestro Tiempo – El rey Eustakio

Caminando a paso lento, una joven se aproxima a la salita sanitaria del pueblo. Lleva consigo un cargamento de vida a punto de explotar a la superficie. Con unos pocos pujos nació el niño. Apenas si emitió unos berridos, como todo en esa región fue austero. Su nombre le perteneció a una portada de revista […]

Caminando a paso lento, una joven se aproxima a la salita sanitaria del pueblo. Lleva consigo un cargamento de vida a punto de explotar a la superficie. Con unos pocos pujos nació el niño. Apenas si emitió unos berridos, como todo en esa región fue austero. Su nombre le perteneció a una portada de revista extranjera que por azar alguien pronunció y a ella le pareció importante, Eustakio, desde entonces así sería llamado por todos. Eustakio nació dentro del monte donde tener una sola prenda más de vestir te transformaba en pudiente, y él por la diosa natura ya nació rico. Tenía más que todos en su familia, un cromosoma más, entonces Eustakio era millonario. Sus hermanos eran pobres, él no, él creció distinto, recibía mas miradas que todos, pero nunca pudo saber que eran de reprobación. Mientras él gruñía para pedir algo, los otros emitían sonidos armoniosos o eso parecía, eran palabras cortas, mal dichas, porque allí la educación escolar no existía, por tanto ninguno conocía la diferencia entre la A y la Z. Sus tiempos nunca cambiaron, era un niño animalado, torpe, risueño y siempre buscando abrazarse a alguien, pero con fuertes impulsos se desprendían de él, como si tuviera una enfermedad contagiosa. Entre golpes y desprecios su cuerpo fue tomando forma. De a poco fue acercándose al pueblo. Allí la gente lo miraba distinto, le sonreían, le gastaban bromas que no comprendía pero que devolvía con una sonrisa de satisfacción. En sus rondas por el pueblo las mujeres más entradas en años lo acogían en sus precarias viviendas y le ofrecían leche recién ordeñada y con ella le preparaban un apetitoso mate cocido, unas rodajas de pan casero recién horneado, en los hornos de barro que por entonces todos tenían. Llenaba su insaciable estómago porque en su humilde vivienda comer era difícil. Cuando había una moneda se compraba para alimentar a todos y si sobraba le tiraban un plato con las sobras. Los canes se alimentaban mejor que él, porque en sus caminatas pescaban restos de osamentas de animales muertos y con ellos llevaban un bocado a sus esqueléticos cuerpos. Con su hambruna a cuesta los comenzó a seguir y de esta manera logró llegar a la zona habitada. Los tiempos cambiaron para todos, un emprendimiento trajo prosperidad a la región. Autos, personas importantes, escuela, ampliación de la salita sanitaria y trabajo rentado para muchos. La fisonomía del pueblo se modificó con nuevas construcciones, se dio el trazo de calles a los viejos caminos. Esto fue muy bueno para Eustakio, podía recorrer mas lugares donde recibir un mendrugo de pan, la enseñanza de modales y también ya podía repetir palabras, no las comprendía pero sabía que si las decía los trabajadores de la planta que habían llegado de otros lugares, le regalaban algo, comida, objetos y algunos unas monedas. Cuando venía la noche ponía sus pies rumbo a su casa, lugar del que nadie reclamaba su presencia y que él persistía en regresar a prodigar abrazos y besos, a cambio de ellos recibía golpes, tantos que asustado y dolorido se escondía entre los canes fuera de la vivienda. Entre ellos recibía calor y afecto. Eran el cuadro perfecto. En las tantas palizas que recibió se cayó de su mano una moneda de valor importante. Su madre, una mujer aún joven pero dañada por la miseria, los múltiples partos, y al igual que él, llena de marcas de numerosas golpizas de momentos de frustración o ebriedad de su compañero y padre de sus hijos, no lo rescataba de esos malos tratos. Su ignorancia heredada, donde el hombre manda y se acepta todo sin protestar, le comenzó a pedir que le enseñara todo lo que traía a su regreso del pueblo y así el pasó a ser importante. Si traía monedas no lo castigaban y un poco de comida recibía, quizás la única en todo el día. Aceptaban sus besos y abrazo, tal vez le brindaban una caricia, pero si solo traía objetos, que para él eran tesoros y para el resto no llenaban sus vacías panzas, recibía azotes con un látigo hecho de cuero de cebú trenzado y vaya si dolían cada uno de los que certeramente le propinaban su padre o sus hermanos mayores y veía entre sollozos los ojos inertes de su madre que no lo rescataba de tal brutalidad, pero cuando todo esto pasaba la buscaba y en su media lengua repetía un “te quiero mama”. En el tiempo que fue pasando todos comenzaron a cambiar de vida. La familia se fue al pueblo y allí nuevas personas entraron a su existencia. El seguía acrecentando su fortuna, ahora era tío de muchos críos nacidos de sus numerosos hermanos. En sus sienes finas hebras de plata fueron apareciendo. En su cotidianeidad sumó amigos y afectos reales. Nuevas palabras que ahora repetía y comprendía, porque la gente también había crecido en su forma de mirarlo y lo habían ayudado a crecer. Tenía ropa nueva, comprada en la tienda, zapatos de cuero lustrosos, que con esmero lustraba cada día, tarea aprendida del zapatero del pueblo. Las puertas de todas las casas se abrían para él. Su madre ahora trabajaba en la limpieza y aprendió a verlo con respeto. Él era importante. En los acontecimientos del pueblo, lo encontraban entre los invitados y cuando alguien moría, no iba a despedirlo. Lloraba sentado en el banco de la plaza. Era un hombre con sentimientos puros de niño, que a pesar de su edad cada tanto su padre golpeaba, ya no tanto porque sus hermanos o su madre lo rescataban de las garras del agresor con promesas de devolverle los golpes que al pobre Eustakio propinaba. Llegó un día importante en su vida, su padre falleció. No hubo lágrimas de nadie, ni siquiera de él que no conocía el rencor o el odio, solo sabía que ya nunca más recibiría palizas y malos tratos. No lo fue a despedir, su mente no le permitió olvidar que ese ser que ahora estaba dentro de una caja de madera, era quien nunca aceptó sus abrazos y besos, pero si le devolvía golpes y latigazos. Sentado como siempre en el banco de la plaza, vio el cortejo fúnebre partir al cementerio del pueblo vecino. Siguió toda la escena sin inmutarse, hasta que se perdió ya de su vista. Ese día marcó un cambio en su rutina. Volver a casa en cualquier horario, llamar papá a todos los hombres mayores y reír mucho más. El estado le brindó una pensión, con la cual iba acrecentando su fortuna. Tenía una cama con sábanas y frazadas nuevas. Camperas de vestir con abrigo adentro que gustaba mostrar a todos y recibir el “te felicito” que lo hacían sentir tan bien, que como retribución les devolvía besos y abrazos por doquier. Sus amigos aquellos a los que llamaba papá envejecieron tanto que fueron entregando sus almas al altísimo y él ya no los despedía desde el banco de la plaza, sentado entre los deudos, enjugaba sus lágrimas con tanto sentimiento que su despedida mostraba la pureza que en su corazón anidaba. Eustakio como todos fue corrido por el almanaque de la vida, despidió a casi todos los habitantes de su querido pueblo y a todos los lloró como un familiar muy querido. Llegó el día de su partida final, sobre su cabeza muchos alcanzaron a ver el dorado de una corona real, galardón que Dios le entregaba por su ejemplar vida en esa tierra. Alguien en su despedida pronunció palabras emotivas.

-aquí se va el rey del pueblo, quien nos enseñó a mejorar en la forma de mirar a quien es rico por tener un cromosoma de más.

En su llegada ante el Creador lo recibieron un coro de querubines y un cortejo de ángeles dignos de un gran señor.

Rey Eustakio obtuvo segundo puesto certamen literario Academia literatura Americana de la ciudad de Junín, escritora Silvia Ardesi, obtuvo varios premios en distintos ubicaciones y tres menciones en San Luis Potosí de México